Texto de Juan José Téllez en la presentación de la novela 'El legado de la tía Herminia', de Luis García Bravo
Texto: Juan José Téllez
Pido, en primer lugar, disculpas por mi ausencia. Un ineludible compromiso de trabajo me impide desplazarme hoy hasta Castellar de la Frontera, ese lugar con quien tanto quiero, desde la vieja alcazaba donde hace mucho que descubrí la libertad hasta el pueblo nuevo, a donde me trajo desde muy joven la amistad, la fiesta y la alegría. Así que disculpas a los presentes, desde mis viejos amigos Jacinto y Fernando, hasta Luis García Bravo, un hombre comprometido con su tiempo y con su pasado, con su presente y con su memoria. Esto es, la única manera de urdir esa lenta utopía a la que llamamos futuro.
Natural de Ceuta y afincado en el Campo de Gibraltar, Luis García Bravo cuenta con antecedentes familiares en el ámbito de la investigación histórica –su tío Juan Bravo perteneció al Instituto de Estudios Ceutíes–, un ejercicio al que ha llegado desde su pesquisa memorialista, que tiene mucho que ver con su linaje cívico y también con el deseo de que la recuperación de los recuerdos colectivos nos ayuden a conjurar ese viejo demonio que lleva ochenta años respirando en la nuca de nuestros miedos atávicos.
Hasta ahora, García Bravo nos había sorprendido con algunos ensayos que guardaban relación con ese ejercicio de memoria democrática. Entre otros títulos, Un valle de belleza y dolor, en el que nos acercó a la escalofriante matanza de La Sauceda y a la fosa de El Marrufo, un terrible yacimiento del horror. También suscribió Una condena injusta, en torno a la peripecia vital de un republicano de Gaucín cuya condena a muerte se vio conmutada por treinta años de pena en las sórdidas prisiones del franquismo.
La curiosidad natural de García Bravo va mucho más allá de la historiografía. Por ejemplo, ejerce como fotógrafo y cuenta con un blog muy visitado en donde nos muestra su condición de ojo público. O milita en las banderas de la libertad, como sólo puede entender la libertad aquellos que sufren todavía por quienes las perdieron.
Ahora, con su novela El legado de la tía Herminia, se adentra por primera vez en el territorio de la ficción, que no lo es tanto, porque también procede del recuerdo, de nuevo personal, de nuevo colectivo. Escritor autodidacta, en el trasfondo de esta obra publicada por la editorial Treveris alientan sus ojos de lector, que ha transitado desde el casticismo a la novela de aventura o el realismo mágico. Bocados de todas esas realidades podrán encontrar los lectores en estas páginas, enriquecidas por fotografías alusivas a los diferentes capítulos.
En cierta medida, quizá se trate de una relectura de La isla del tesoro. Esto es, la búsqueda de un misterio cuyo mayor valor no pesa ni brilla como la plata, sino que se queda con nosotros como un regalo eterno que nos ayude a navegar hacia todas las islas que nos queden por descubrir.
Aunque su acción desemboque en Tánger o en París, el escenario de esta obra es el de Castellar de la Frontera y su entorno, desde la fronda de La Almoraima a las estribaciones de la fortaleza, en la azoteílla de la torre albarrana, cruzando los siglos entre viejos duques y nuevos pantanos. Es la evocación de una familia de herreros, entre romerías de Jimena y las secuelas de la misma guerra que sigue bombardeando nuestro espanto.
Hay un rastro claro de la represión y del exilio pero también alienta un largo amor a la tierra, con una memoria ancestral que se remonta al señor de Saavedra, a la vieja casa ducal y a las brumas medievales, pero que emerge de un cofre en donde el verdadero tesoro aparece escrito en una serie de cuadernos donde la realidad se entremezcla con los sueños.
Por encima de la tragedia, alienta la belleza. Más allá de la muerte, el rastro de la dicha. Ese no es sólo el argumento de esta novela sino el horizonte de los seres humanos en la formidable aventura de la busqueda del conocimiento y del bien común. Enhorabuena, Luis, por hacernos cómplices de ese legado.
Pido, en primer lugar, disculpas por mi ausencia. Un ineludible compromiso de trabajo me impide desplazarme hoy hasta Castellar de la Frontera, ese lugar con quien tanto quiero, desde la vieja alcazaba donde hace mucho que descubrí la libertad hasta el pueblo nuevo, a donde me trajo desde muy joven la amistad, la fiesta y la alegría. Así que disculpas a los presentes, desde mis viejos amigos Jacinto y Fernando, hasta Luis García Bravo, un hombre comprometido con su tiempo y con su pasado, con su presente y con su memoria. Esto es, la única manera de urdir esa lenta utopía a la que llamamos futuro.
Natural de Ceuta y afincado en el Campo de Gibraltar, Luis García Bravo cuenta con antecedentes familiares en el ámbito de la investigación histórica –su tío Juan Bravo perteneció al Instituto de Estudios Ceutíes–, un ejercicio al que ha llegado desde su pesquisa memorialista, que tiene mucho que ver con su linaje cívico y también con el deseo de que la recuperación de los recuerdos colectivos nos ayuden a conjurar ese viejo demonio que lleva ochenta años respirando en la nuca de nuestros miedos atávicos.
Hasta ahora, García Bravo nos había sorprendido con algunos ensayos que guardaban relación con ese ejercicio de memoria democrática. Entre otros títulos, Un valle de belleza y dolor, en el que nos acercó a la escalofriante matanza de La Sauceda y a la fosa de El Marrufo, un terrible yacimiento del horror. También suscribió Una condena injusta, en torno a la peripecia vital de un republicano de Gaucín cuya condena a muerte se vio conmutada por treinta años de pena en las sórdidas prisiones del franquismo.
La curiosidad natural de García Bravo va mucho más allá de la historiografía. Por ejemplo, ejerce como fotógrafo y cuenta con un blog muy visitado en donde nos muestra su condición de ojo público. O milita en las banderas de la libertad, como sólo puede entender la libertad aquellos que sufren todavía por quienes las perdieron.
Ahora, con su novela El legado de la tía Herminia, se adentra por primera vez en el territorio de la ficción, que no lo es tanto, porque también procede del recuerdo, de nuevo personal, de nuevo colectivo. Escritor autodidacta, en el trasfondo de esta obra publicada por la editorial Treveris alientan sus ojos de lector, que ha transitado desde el casticismo a la novela de aventura o el realismo mágico. Bocados de todas esas realidades podrán encontrar los lectores en estas páginas, enriquecidas por fotografías alusivas a los diferentes capítulos.
En cierta medida, quizá se trate de una relectura de La isla del tesoro. Esto es, la búsqueda de un misterio cuyo mayor valor no pesa ni brilla como la plata, sino que se queda con nosotros como un regalo eterno que nos ayude a navegar hacia todas las islas que nos queden por descubrir.
Aunque su acción desemboque en Tánger o en París, el escenario de esta obra es el de Castellar de la Frontera y su entorno, desde la fronda de La Almoraima a las estribaciones de la fortaleza, en la azoteílla de la torre albarrana, cruzando los siglos entre viejos duques y nuevos pantanos. Es la evocación de una familia de herreros, entre romerías de Jimena y las secuelas de la misma guerra que sigue bombardeando nuestro espanto.
Hay un rastro claro de la represión y del exilio pero también alienta un largo amor a la tierra, con una memoria ancestral que se remonta al señor de Saavedra, a la vieja casa ducal y a las brumas medievales, pero que emerge de un cofre en donde el verdadero tesoro aparece escrito en una serie de cuadernos donde la realidad se entremezcla con los sueños.
Por encima de la tragedia, alienta la belleza. Más allá de la muerte, el rastro de la dicha. Ese no es sólo el argumento de esta novela sino el horizonte de los seres humanos en la formidable aventura de la busqueda del conocimiento y del bien común. Enhorabuena, Luis, por hacernos cómplices de ese legado.